BENITO QUINQUELA MARTÍN
«El color nunca muere, y yo entre colores seguiré viviendo, iré prendido a los colores hasta después de muerto».
Posiblemente un 8 de Marzo de 1891 la ciudad de Buenos Aires se ensombrecía cuando una madre desolada colocaba un niño de 20 días en el torno de la Casa de Expósitos. Era la época de la inmigración y el desempleo, cerca de tres niños por día eran dejados en el anonimato.
El pequeño, que vestía ricas ropas, mostraba que provenía de buena cuna. Llevaba la mitad de un pañuelo bordado con una flor que hablaba de que algún día su madre contaría con la prueba para poder reencontrarlo. Fue bautizado por las Hermanas de la Caridad el día de San Benito con el nombre del santo y Martín porque éste era el apellido que le tenían reservado a los niños abandonados.
En 1896, Manuel Chinchella, un humilde genovés, y su mujer Justina, una entrerriana analfabeta, deseosos de un hijo decidieron adoptarlo. Con ellos ese chico huraño y de pocas palabras descubría la felicidad de tener un hogar y un barrio, la Boca.
«Los viejos necesitaban compartir con alguien su pobreza, y me eligieron a mi”, «(….) tenían un pequeño negocio de carbonería y desde muy chico trabajé en esas tareas. Las bolsas de carbón me daban lo necesario para vivir y cinco pesos más que pagaba en la escuela del barrio para aprender a dibujar”.
Había dejado la escuela para ayudar a su padre hombreando bolsas en el puerto, labor que excedía a su magro cuerpo de niño. En sus ratos libres hallaba placer en dibujar con restos de carbón. Para desarrollar ese don ingresó a una academia del barrio donde el maestro italiano Alfredo Lázzari, quien solía decirle «debes ser tú y no otro», le enseñó los rudimentos plásticos, lo incentivó a manifestar su temperamento y a encontrar su propio lenguaje.
«Como me tomé al pie de la letra aquel concepto del maestro Lazzari sobre la libertad en el arte, me declaré enseguida artista libre y no volví más a la academia. «
«(…) época primera, muy corta de tanteos, en la que ensayé todo, acuarela, pastel, óleo, y busqué distintos temas, hice desde ratones hasta paisajes, cabezas de mis compañeros del puerto y desnudos, hasta que al fin encontré mi mundo.»
Alternando con su trabajo de carbonero, Quinquela recorría la Boca en busca de inspiración. El barrio, ubicado al sur de la ciudad de Buenos Aires, estaba habitado en su mayor parte por inmigrantes italianos que vivían en precarias viviendas de madera y chapas de cinc pintadas con brillantes colores con el sobrante de pintura que se utilizaba para las embarcaciones.
El puerto a orillas del Riachuelo era, por entonces, el principal mercado de carbón de leña de la ciudad y numerosas embarcaciones amarraban en sus muelles. Allí los carboneros, estibadores, caldereros, calafeteros, carreros desarrollaban una febril actividad.
Entre aquellos obreros y marineros era bastante popular aquel «carbonerito pintor» al que un día, por casualidad, descubrió don Pío Collivadino quien, además de artista, era director de la Academia Nacional de Bellas Artes. Collivadino notó su tremenda fuerza expresiva y su originalidad de «primitivo» vaticinándole un gran porvenir y prometiéndole su ayuda.
«Creí que aquello era un elogio circunstancial, pero estaba equivocado. Quince días después entra mi padre a mi pieza y me dice agitado: «Benito… Benito… ¡Te busca un señor de guantes!». Era Eduardo Taladrid, secretario de don Pio Collivadino, que se convirtió en mi mentor y en mi amigo.»
Esta presencia significó el inicio de una época de exposiciones nacionales que acompañaron el proceso de reafirmación de su lenguaje artístico. A partir de ese momento sus obras adquirieron mayores dimensiones, la espátula reemplazó al pincel, cambió su firma Chinchella por Quinquela y la Boca, el riachuelo, sus barcos y la vida portuaria, se convirtieron en los motivos principales de sus pinturas.
«Allí todo me era más fácil, la atmósfera y las cosas estaban en mi retina desde hacía años, no había objeto que no me fuera familiar, sabía cómo se movía cada músculo del cuerpo al cargar o al descargar; las cosas me salían solas porque conocía sus estructuras.»
El público y la crítica, repentinamente, descubrieron algo nuevo, casi insólito. Esas poderosas escenas de trabajo en el puerto cautivaban a la mayoría, aunque eran censuradas por algunos académicos. Lo que sigue después es una sucesión de triunfos internacionales que quizás ningún otro pintor argentino haya logrado.
En su recorrido por las distintas capitales europeas Quinquela conoció a las más ilustres personalidades y dejó muestras de su arte en los más importantes museos y galerías del mundo. En Italia quisieron condecorarlo como «Cavallero Oficiale», en París propusieron integrarlo a la Legión de Honor, y en España, denominarlo como el «Primer Pintor Argentino» en el Museo de Arte Moderno de Madrid. Su humildad le impedía aceptar estos honores.
«Yo me sentía ante todo pintor de la Boca, y por mi sensibilidad de artista de barrio y mi condición de carbonero del puerto no me consideraba preparado para aceptar tales homenajes.»
Quinquela fue un artista instintivo, recreó su universo inmediato, el puerto de la Boca, con un profundo sentir. Interpretó y exaltó el intenso ritmo de trabajo con sus rudas faenas, el río, las grúas, los astilleros, barcos anclados, proas, mástiles, en distintos momentos del día, resplandores por efecto del sol, aguas turbias, cielos, humos, movimientos, luz y energía, pero fundamentalmente dignifico el esfuerzo de aquellos trabajadores anónimos.
“Siempre entendí que el artista debe reflejar en sus obras el estado de la época en que vive de ahí que mis cuadros representen siempre una escena de intensa actividad humana. Mi tema, mi especialidad es el puerto y el obrero, creo que es mi deber como argentino pintar lo nuestro, este puerto y sus hermosas gentes.»
Fiel a su origen, Quinquela Martín devolvió a su barrio y a sus hombres todo lo que ellos le dieron transformado en inspiración, donaciones y fundaciones. Son testimonio de esa lealtad, que aún hoy perdura, las escuelas, los hogares de niños y de ancianos, un teatro, un lactario y un museo instaurado en su propia casa.
«Cuanto hice y cuanto conseguí, a mi barrio se lo debo. De ahí el impulso irrefrenable que inspiró mis fundaciones, todas ellas afincadas en la Boca. Por eso mis donaciones no las considero tales, sino como devoluciones. Le devolví a mi barrio buena parte de lo que él me hizo ganar con mi arte. Los dos los siento como fundidos dentro y fuera de mí mismo.»
La radiante mañana estival del 28 de enero de 1977 el apasionado pintor, filántropo, filósofo de la sencillez y ejemplo de humildad partió de este mundo a los 86 años. Fue llorado por gente simple, ignorante de la técnica y de las fórmulas. Extendido en la barriada a la que le dio color, Quinquela devino en mito fundacional de Buenos Aires.
“Cada color expresa un momento, una emoción y como yo quiero rendir homenaje a los colores aún después de muerto, pinté yo mismo mi ataúd con los colores argentinos por dentro, y por fuera con los siete del arco iris”.