EVITA

EVITA

Eva Maria Ibarguren nació, en 1919, en Los Toldos, una pequeña población rural pampeana.

Por aquel entonces, las tierras de la zona estaban controladas por latifundistas, que con argucias legales, habían logrado desplazar a sus  dueños originarios, las comunidades indígenas mapuches.

Juan Duarte, su padre, era uno de aquellos estancieros autoritarios que, como era costumbre entre los hombres de clase alta, mantenía dos familias. Una de ellas, la ilegitima, la había conformado con Juana Ibarguren, hija de una puestera criolla y un carrero, con quien engendró cinco vástagos no reconocidos, de los cuales Eva era la menor. Cuando este murió en 1926, la familia quedó totalmente desprotegida, y Juana debió esforzarse duramente para mantener a sus cachorros.

“Para explicar mi vida de hoy, es decir lo que hago, de acuerdo con lo que mi alma siente, tuve que ir a buscar, en mis primeros años, los primeros sentimientos (…) De cada edad guardo el recuerdo de alguna injusticia que me sublevó desgarrándome íntimamente”.[]

Eva era una nena morochita y paliducha que luego tornó en  una inquieta adolescente que soportaba en silencio la humillación de  sus compañeras de colegio, quienes la evitaban debido a la mala fama materna y a su condición de ilegítima.

En oposición a lo que su madre le representaba, ambicionaba abandonar la vida chata y provinciana para “ser alguien”, por ello con solo 15 años, la audaz jovencita emigró a Buenos Aires con el director de una orquesta de tango, y así cumplir con el sueño de  convertirse en actriz.

Sola, en un mundo hostil y duro, sin recursos ni educación y con escasos talentos teatrales, logró triunfar, tal vez pagando un alto costo por los favores recibidos. La pequeña actriz de pelito castaño y rasgos aindiados se transformó  en Eva Duarte,  la reconocida actriz radiofónica.

En 1944, conoció al coronel Juan Domingo Perón, un militar que, extrañamente para la época, desarrollaba una intensa defensa de los desposeídos. El  era viudo y  necesitaba de mujer, ella quizás necesitaba a un padre todopoderoso capaz de darle el nombre que le había faltado desde su nacimiento.

En febrero de 1946 Perón fue electo presidente y su flamante esposa,  doña María Eva Duarte de Perón, se transformó en  la Primera Dama y con el tiempo en una poderosa líder que  encarnó el espíritu y la causa peronista.

«Soy peronista, entonces, por conciencia nacional, por procedencia popular, por convicción personal y por apasionada solidaridad y gratitud a mi pueblo”.

Evita, el único nombre que ella reconoció como suyo, nació cuando el pueblo la amó. Sanguínea y vehemente, indignada por humillaciones y resentimientos producto de la profunda desigualdad social de la Argentina en los años ’30 y ’40, desarrolló un intenso trabajo social y político erigiéndose en la “abanderada de los humildes”.

“Cuando elegí ser Evita, sé que elegí el camino de mi pueblo. (…)Nadie sino el pueblo me llama Evita. Solamente aprendieron a llamarme así los descamisados”.

Por primera vez en el escenario político argentino se habló de los derechos de los trabajadores, de los niños, de los ancianos, de los iletrados, de los sin techo, de las mujeres, y Eva trabajó por ellos hasta el agotamiento. Desde su Fundación creó escuelas, hospitales, hogares, atendió  largas colas de gente necesitada, impulsó la obtención del voto femenino y organizó la rama femenina del peronismo.

En 1947, Evita ahora rubia, había alcanzado Europa y ante ella se habían inclinado los grandes de este mundo. Regresó halagada, colmada, maravillosamente vestida, dueña de un nuevo porte con su rodete austero, trenzado como un puño.

Vestida de Dior, como un hada maravillosa en las noches de gala del Colon, la defensora de los pobres, ostentaba. Pero a diferencia de Las Damas de Caridad que se presentaban ante el pobre, haciéndole sentir la diferencia proveniente de una noble cuna, Evita considerándolos sus iguales, les mostraba que había accedido a un estatus privilegiado y por tanto sus “descamisados” también podían hacerlo.

Ella ambicionaba el poder aunque lo ocultaba al menos verbalmente, haciéndose sombra y pronunciando discursos laudatorios que endiosaban al  General, discursos surgidos de la retórica del radio teatro. No era una pleitesía tonta, ella se sabía excepcional pero también  que lo era por su matrimonio con Perón. El la había izado sobre el pedestal pero ella peligrosamente había adquirido brillo propio.

Su ascenso fue inevitable. La oligarquía y las elites argentinas, que hasta entonces habían manejado a discreción el pulso de la política local, se le opusieron con el mas feroz desprecio: «Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdita». Frente a las ofensas fue implacable, siendo, en ocasiones, vengativa hasta el sadismo; su arma fue la de no perdonar a quien la humillara.

Su aire desafiante y su accionar en defensa de los desvalidos eran inéditos en la Argentina de mediados de siglo. Era mujer, actriz, joven y, además, una muchacha provinciana encaramada en el poder. Resultaba, pues, un fruto amargo para el paladar de la  oligarquía de un país latinoamericano auto engañado que se imaginaba europeo, racional y civilizado con Victoria Ocampo y la revista Sur a la cabeza.

Las clases populares, en cambio, vieron en ella a la santa, y hasta la virgen. Evita trabajó para reforzar esa imagen apoyada, sin pausa, por la propaganda del régimen que controlaba y manipulaba a su antojo los medios de comunicación.

Bandera de un movimiento que decía encarnar la voluntad nacional y popular, consideraba a quienes estuvieran en su contra, traidores a la patria. El fanatismo y la exigencia de adhesión incondicional a Perón generaron exacerbados odios que dividieron la Argentina. La oposición perseguida denunció el autoritarismo y los  múltiples atentados a la libertad, así como la presencia nazi en el país.

«Con las cenizas de los traidores construiremos la Patria de los humildes»

En 1952, su salud la traicionó. A los treinta y tres años esta  mujer poderosa, para algunos bella, adorada, caprichosa, filantrópica,  esposa de Perón, amante de los “descamisados”, madre de los “grasitas”, y para otros  la puta, la desclasada odiada, la mujer del látigo o la demagoga, se hunde fatalmente en la intolerable muerte temprana, y la congoja popular terminó de tallar su  estatura mítica.

La adulación que había llegado a constituirse en un opresivo flagelo nacional, inventó la fórmula: “entró en la inmortalidad’’.

Aun muerta, Eva seguía siendo para sus enemigos demasiado peligrosa. Determinaron borrar todo vestigio que recordara su figura y la del general exiliado, inclusive su cadáver. Su cuerpo embalsamado inició entonces un atroz peregrinaje. En la obsesión por destruir el mito, el antiperonismo terminó no sólo reconociéndolo sino reforzándolo.

Evita  es uno de los grandes mitos políticos de la Argentina del siglo XX. Venerada o despreciada, fue rodeada de virtudes excepcionales ya reales ya novelescas que alimentaron la leyenda, y lo ficcional sepultó lo historiográficamente comprobado.

A lo largo del tiempo el mito fue resignificado forjando infinidad de  versiones  violentamente opuestas, y hasta fue utilizado como un bien de consumo cultural  despolitizado.

Lo cierto es que Evita vulneró el mundo de la política masculina de un modo que no lo había hecho ninguna otra mujer en la Argentina. Encarnó el ideal de justicia social en un territorio dramáticamente postergado. Como una Cenicienta paso de la extrema pobreza al poder y la gloria. Revolucionaria combativa y apasionada, fue una  enigmática mujer de la que nunca se sabrá lo profundo de su índole.