TITA MERELLO

TITA MERELLO

El conventillo del barrio de San Telmo donde nació Ana Laura Merelli posiblemente habría sido una presuntuosa mansión, residencia de una acaudalada familia patricia. Abandonada por sus moradores cuando  azotó a fines del siglo XIX el cólera en la zona sur de la aldea porteña, la casona agonizaba derruida y maloliente siendo usurpada, a principios del siglo siguiente, por un aluvión humano de criollos pobres e inmigrantes.

Hombres, mujeres, niños, perros, gatos, gallinas, convivían hacinados, cercados por el hambre y la enfermedad. Los magros ingresos de algunos alcanzaban para alquilar sólo por las noches el piso del patio, dividido en fracciones del tamaño de una sepultura, o una ‘cama caliente’ donde dormir por turnos.

La “gente decente”, poderosos empresarios o terratenientes, en cambio,   vivían en lujosos palacetes en el centro de la ciudad, y miraban con desprecio a esa “resaca humana” amontonada en el conventillo. “Olla infecta de nacionalidades y lenguas”, dirán, donde los niños, como una “mala hierba”, crecían, raquíticos y enfermizos

Ana Laura, una de esas niñas del conventillo, fue Tita,  hija de un cochero que le legó el apellido y un mar de ausencias y de una joven uruguaya, que no pudiendo criarla, la dejó en un sórdido orfanato.

 “Yo  conocí  el hambre, yo sé lo que es el miedo y la vergüenza”. A los 12 años era aun analfabeta, nunca había jugado a las muñecas y en poco tiempo alguien terminaría por arrebatarle la infancia que no tuvo y la haría mujer.

La suerte que le esperaba, como a toda mujer pobre,  era ser obrera o sirvienta, explotada y frecuentemente denigrada sexualmente por algún patrón inclemente. En caso contrario, prostituta o artista.                Por vivencias y elección Tita decidió ser mujer independiente y artista, pudiendo, así, sobrevivir. “Mi heroína le pudo a la vida, es decir, la aguantó, que ya es mucho”.                “Desde muy joven encontré la vida muy de frente (…) Pero hice de mí lo que quería, y tengo el orgullo de haber sacado, de entre las mujeres, una mujer íntegra. Yo le di la cara a la vida, y me la dejó marcada… Los hombres son una mala especie, pero yo he querido mucho.»

Hubo en su vida muchos hombres, maestros y sojuzgadores, también amores furtivos y un gran amor, el actor Luis Sandrini con el que vivió alrededor de una década para después ser abandonada.

Nadie sabe empero cómo fueron en detalle los primeros tiempos de la muchachita, sabemos sí que aprendió a leer después de cumplir 20 años gracias a un amante “culto” y que a los 16  pisó un escenario  como corista en un teatro de mala muerte, bastante obsceno, cercano al puerto, frecuentado por marineros y gente de bajo fondo, de nombre “Ba ta clan”.

Después de un debut escénico en el que el público la “silbó de pie”, la Merello pasó a ser reconocida como la “vedette rea”, que animaba cuadros tangueros en espectáculos de revista. Aunque no era una cancionista de calidad, su voz potente imponía silencio y conmovía por la forma cáustica de cantar el tango, por su gran expresividad interpretativa, temperamental y fogosa.

Llegó al disco de pasta en 1927. La mayor parte de los temas que cantaba o recitaba habían sido escritos para ella, o más bien era ella quien se adueñaba de ellos. Con un tono casi humorístico y burlón proclamaba orgullosa su origen humilde y una tenaz rebeldía que seguiría presente en toda su discografía. Las circunstancias la habían puesto, desde el principio, más allá de la hipocresía moral burguesa y  no vacilaba en desafiarla.

Comenzó en el cine con el cine mismo, en 1933, actuando en  la primera película sonora argentina. Del drama a la comedia costumbrista transitó todos los registros. Fue dirigida por los mejores directores argentinos en treinta y cuatro filmes a lo largo de cincuenta años.  Sin embargo, también fue combatida por ser una actriz popular, lo que le quitaba categoría artística; irónicamente ella alardeaba de ello manifestando poseer un  “glamour de segunda”.

Dura, implacable, decidida, convencida de lo que hacía, jugada por sus ideas y su hombre, sus personajes no lloraban pero hacían llorar. Para ello se apoyaba en un decir vigoroso y puntiagudo, propio de aquellas personas que lo han vivido todo, con una seducción sin vueltas, una feminidad masculinamente provocativa y una voz carrasposa e inquisidora.

En 1945, el marco peronista fue ideal para promover el ascenso de una figura proveniente de las clases bajas que no se molestaba en ocultarlo y que era capaz de enarbolarlo por dentro y por fuera de sus personajes. Por mérito propio, la Merello, fue una gran estrella durante el gobierno de Juan Domingo Perón. Con la caída del líder fue proscripta y trabajó, entonces,  recorriendo el interior del país, en parques de diversiones y circos, luego en México, para retornar a la Argentina en 1957.

Para recuperar posiciones supo utilizar las armas de mujer independiente; las mismas con las que se abriera camino desde niña. Retomó su labor sorprendiendo al público con su participación en  televisión y en espacios semanales de radio donde trabajó hasta después de los noventa años, convirtiéndose en una especie de conciencia moral de los argentinos.

Rígida, implacable, austera pese a las apariencias, conservadora en cuanto tendía a rescatar viejos valores cristianos, justa en cuanto hacía prevalecer la sinceridad sobre la hipocresía, y genuinamente avanzada en todo aquello que refería a la reivindicación de la mujer, a fuerza de voluntad, la arrabalera se hizo señora, la prostituta se fundió con la madre y la seductora se apropió de los valores familiares.

Tita no necesitó crear un personaje. En sus más de setenta años de trayectoria artística, simplemente recurrió a expresar los matices de su propia vida, entregando al público lo peculiar de su personalidad. «Mi mejor personaje es el mío. Una actriz dramática se llora a sí misma cuando interpreta un personaje.».

Bajita, morocha, de bellas piernas, labios gruesos y sensuales, y ese gesto de mirada insinuante y provocadora, de quien todo lo sabe y todo lo ofrece, era ella y su personaje; personaje en el que reprodujo y sublimó sus dolorosas vivencias a través de tangos que cantó de modo único y de actuaciones cinematográficas y teatrales.

Buscó todo con rabia exultante, sufrió mil privaciones, amó sin ser correspondida,  salió adelante en un mundo masculino y machista, se hizo respetar a la fuerza y triunfó donde otros solían fracasar.

Así es como aquella niñita hambrienta, la del conventillo, con un creativo resentimiento urdió una venganza de clase incomodando a las damas gentiles y burlándose con una ironía feroz de la “tilinguería” para terminar erigiéndose en la “Morocha Argentina”, artista emblemática del espectáculo nacional. De este modo se reivindicó a sí misma y, con ella, a aquellas  mujeres, las de la orilla,  las arrabaleras,  que son tango y Buenos Aires.